Napoleón, el Emperador constitucional

Este 5 de mayo se han hecho 200 años de la muerte de Napoleón Bonaparte en la isla de Santa Elena, punto perdido en medio del Atlántico sur en donde pasó prisionero sus últimos seis años de vida. Es una buena ocasión para repensar el carácter constitucional de ese imperio a cuya cabeza se puso, extendiendo sus ejércitos desde la cálida Lisboa a la gélida y ardiente Moscú.
En los quince años en que estuvo en el poder, Bonaparte gobernó con cuatro constituciones diferentes. La del año VIII (1799), la del año X (1802), la del año XII (1804), y el Acta adicional de 1815. Supusieron una ruptura con el constitucionalismo revolucionario francés previo, pues reorientaban el predominio del poder, que hasta entonces había sido ejercido por las cámaras legislativas, al ejecutivo, que le correspondía a él, ya fuera como cónsul o como emperador. Afianzaban las consultas populares mediante los referendos, y es que Bonaparte se presentaba como un héroe salido del pueblo.
La evolución de este entramado constitucional no hizo sino institucionalizar un régimen despótico y personalista. El nombre de Napoleón quedaba plasmado en el articulado y se le reconocían un margen de actuación cada vez más amplio, pero ya desde el año VIII el principio revolucionario de la separación de poderes quedaba superado y al primer cónsul se le reconocían competencias judiciales y legislativas. Así, según el artículo 41: “El Primer cónsul promulga las leyes; nombra y revoca a voluntad a los miembros del consejo de Estado, ministros, embajadores y otros agentes exteriores, a los oficiales del ejército de tierra y mar, miembros de las administraciones locales y comisarios del gobierno ante los tribunales. Nombra a todos los jueces de lo penal y lo civil además de los jueces de paz y jueces de casación sin poder revocarlos”. Los otros dos cónsules, en cambio, sólo tenían un carácter consultivo, no había ningún equilibrio en aquel triunvirato (artículo 42). Todo quedó sometido a la gloria de Bonaparte.
Biógrafos del corso copo Adam Zamoysky y Philip Dwyer han analizado la astucia que demostró tras haber tomado el poder. Aprobó una serie de indultos y reducciones de penas de personas condenadas en los años revolucionarios previos. Aparecía así como un gobernante clemente, dado a cicatrices de los excesos de los gobiernos anteriores. Esta serie de medidas fomentaron una aceptación popular de que hubiese asumido estos poderes extraordinarios. Además, a esta paz interior siguió muy pronto la paz exterior con la firma del tratado de Amiens en 1802. En esos primeros momentos, Bonaparte era percibido por un hastiado pueblo francés como un estadista que por fin devolvía al país por la senda de la estabilidad. No sería un país en paz ni en concordia interior lo que legaría a su marcha en 1815, sin embargo.
Tras estos éxitos iniciales, Napoleón, que en la Constitución del año VIII era reconocido como primer cónsul por diez años (aunque reelegible de forma indefinida), consiguió aprobar la del año X que le consolidaba como cónsul vitalicio en su artículo 39. Además, se hacía presidente del senado, lo que aumentaba su injerencia en el legislativo. Cada vez, la república francesa se parecía más a una monarquía, en los artículos 42 y 46 se recogía el derecho del primer cónsul de elegir a su sucesor entre los ciudadanos de Francia.
El 18 de mayo de 1804 se aprobaba la Constitución imperial que le reconocía como emperador de los franceses en sus artículos primero y segundo. Además, se dedicaba todo el título II a la sucesión dentro de la familia Bonaparte, ya no entre los ciudadanos franceses a su elección.
Estas constituciones fueron consagrando su poder personal, eran la plasmación legal de una leyenda que iba creciendo con sus impresionantes victorias militares y con un aparato de propaganda verdaderamente sorprendente que consagró su figura como la de un hombre providencial y extraordinario. En sus años de gobierno, todas sus campañas estuvieron en última instancia orientadas a consolidar esta leyenda. Él mismo la creyó, como argumenta convincentemente Zamoyski, y su política exterior fue cada vez más agresiva, iniciando conflictos que acabarían con él y con la vida de millones de personas a lo largo de todo el continente. Mientras, en el interior sus plenos poderes le permitieron declarar su cumpleaños como el día de San Napoleón, en referencia a un supuesto santo que nunca existió realmente y que había sido también un excelente militar. Esa pasión por las gestas militares le llevaron la guerra en España (1808) y Rusia (1812). En 1814 Francia era invadida y él fue forzado a abdicar, teniendo que retirarse a la isla de Elba.
Pero volvió, era un aventurero político y en 1815 recuperó el poder por última vez. La experiencia constaría 50 mil vidas en la célebre batalla de Waterloo. Lo que nos interesa, sin embargo, es el Acta adicional que añadió a la Constitución imperial. En un contexto en que su estrella por fin había declinado, se vio forzado a remodelar el sistema constitucional francés, presentándose así de nuevo como un republicano general del pueblo que defendía a Francia de las monarquías que invadían su suelo. Hablaba en su prólogo de ideas de progreso y de federación de los pueblos de Europa atendiendo a los principios del siglo. Asumía así una retórica nuevamente revolucionaria y hacía un llamamiento a la paz, pues “Nuestro objetivo ya no es otro que el de aumentar la prosperidad de Francia mediante la consolidación de la libertad pública”.
Napoleón seguía teniendo competencias legislativas y judiciales, pero se incorporaba una declaración de derechos ciudadanos al estilo de las primeras constituciones de la Revolución. Como es bien sabido, este extraño experimento de imperio constitucional no perduró mucho más de Cien Días. Pero fue decisivo para consolidar la imagen de un Napoleón defensor de los valores políticos de la Revolución frente a las potencias legitimistas. Y es que el constitucionalismo napoleónico estuvo siempre, en última instancia, orientado a consolidar su hipnótica leyenda.
Manuel Alvargonzález Fernández