La Constitución sueca de 1975: la monarquía simbólica

Continuando con pasadas reflexiones sobre el papel qué debe cumplir la monarquía en una democracia moderna, seguramente valga la pena reparar en el caso sueco, cuya Constitución se remonta a 1975, sólo 3 años antes que la española. Y es que, aunque hay diferencias muy importantes, fue un ejemplo que estuvo presente a la hora de definir a la nueva Corona española.
Actualmente, apenas perviven 10 monarquías en Europa. Entre ellas, además, las diferencias son notables. El país donde la institución mantiene un mayor poder político, casi más propio del Antiguo Régimen en ciertos aspectos, es Liechtenstein. Dicho microestado conserva su Constitución de 1921, ésta reconoce al príncipe el poder de indultar (artículo 12. 1) e incluso de nombrar a los jueces (artículo 11). Es además jurídicamente inviolable.
El otro extremo, el que aquí nos ocupa, es Suecia. Las particularidades de su sistema monárquico han llevado a considerar la calificación de “monarquía simbólica” más certera que la de “parlamentaria”. Y es que, aunque en su artículo 5 se reconoce al rey como Jefe del Estado, su poder político es prácticamente protocolario y su figura queda al margen de una manera casi absoluto de la dinámica política.
El Primer Ministro debe mantener al rey al corriente de los asuntos del Estado, pero ahí se encuentra prácticamente la única deferencia del ejecutivo con el monarca. Éste, al contrario que por ejemplo en España, no tiene entre sus atribuciones la propuesta del nombramiento del Primer Ministro, pues ésta es responsabilidad del Presidente del Riksdag, según dictan los artículos correspondientes del Capítulo 6 de la Constitución. El rey, eso sí, debe estar presente en la reunión en la que se constituye el nuevo gobierno.
En cuanto al poder ejecutivo, hay más diferencias con respecto al caso español. En Suecia, el monarca no sanciona las leyes y éstas son promulgadas por el gobierno (Capítulo 8, artículo 19).
En lo referente a las cuestiones internacionales, habría que mencionar un interesante cambio reciente, del año 2003. Hasta ese momento los tratados internacionales eran ratificados por el Ministro de Asuntos Exteriores “en el nombre de su Majestad el Rey de Suecia”. Actualmente se ratifican “en nombre del Gobierno de Suecia”. Incluso desde una perspectiva simbólica, la influencia regia queda así muy limitada.
En cuestiones simbólicas, es también reseñable el hecho de que se trate de la única monarquía en la que la justicia no se administra en nombre del rey.
En definitiva, —y tal y como ha señalado Göran Rollnert Liern en un artículo publicado en 2017 en la Revista de derecho político de la UNED—, la vigente Constitución sueca de 1 de enero de 1975, pese a ser cronológicamente anterior a la española, ha llevado a su máxima expresión la desvinculación de la Jefatura del Estado respecto de los poderes estatales.
Así, la monarquía sueca actualmente es poco más que puro símbolo. Su actual titular, Carlos XVI, es rey desde 1973 y mantiene en su persona la tradición de la Suecia moderna, la cual se remonta al general de Napoleón, Jean-Baptiste Bernadotte. Éste ascendió al trono sueco en 1810 y poco después adoptó el título de Carlos XIV. Al contrario que el emperador al que había servido hasta entonces, él sí murió con la corona puesta. Cuando falleció se encontró en su cuerpo un tatuaje de los tiempos de su juventud políticamente exaltada y jacobina en los años de la Revolución francesa. Decía: “Mort aux rois” (Muerte a todos los reyes); casi podría parecer una maldición familiar.
La gran reforma constitucional de 1975 fue en gran parte impulsada por los socialdemócratas de Olof Palme, quienes consiguieron contar con el apoyo del resto del elenco político para redefinir el papel de la monarquía. En unos años en que aún estaba muy presente el recuerdo del popular Gustavo VI (1950-1973), la opción republicana no tenía visos de prosperar. La monarquía se salvó, y es un producto curioso de una época de ideas de igualitarismo socialdemócrata combinadas con un espíritu tradición.
Manuel Alvargonzález Fernández