¡Hablemos de dinero! Las entidades de gestión de derechos de autor
«No hay obrero que no tenga una sociedad que lo proteja y le ofrezca ayuda y asistencia en momentos de necesidad. Sólo nosotros, artistas, escritores, carecemos de un lazo de unión entre nosotros».
Honoré de Balzac, Carta dirigida a los escritores (1834)
«¡Cráneo previlegiado!»
Luces de Bohemia, Ramón María del Valle-Inclán (1920).
La SGAE es una sociedad en crisis permanente. Convertida en enemigo público número uno durante los años del canon digital, su prestigio tocó fondo con la detención de Teddy Bautista y el registro de su sede en el Palacio Longoria de Madrid. Desde entonces, las aguas no terminan de encauzarse en una entidad sumida en batallas internas y dominada por las intrigas vaticanas. El controvertido sistema conocido como la “rueda” (las cadenas de televisión crearon sus propias editoriales para recuperar el dinero que pagaban a la SGAE y llegaron a acuerdos con artistas a cambio de la cesión del 50% de sus derechos de autor) ha vuelto a los periódicos. La Audiencia Nacional ha iniciado una investigación en la que se imputa a 14 televisiones por organización criminal.
El futuro se prevé complicado para la entidad, con unas previsiones de un descenso del 40% de los ingresos de publicidad debido a la crisis provocada por el coronavirus, la SGAE tendrá que enfrentarse a un nuevo competidor. El 31 de agosto de 2020, el Ministerio de Cultura y Deporte, dirigido por José Manuel Rodríguez Uribes, otorgó la licencia necesaria para funcionar como una entidad de gestión de derechos a la SEDA (Sociedad Española de Derechos de Autor). La nueva entidad, promovida por artistas como Kiko Veneno, Patacho Recio y Amaro, nace con la intención de disputarle la primacía a la SGAE, pero hay serias dudas sobre su financiación (con acusaciones de depender demasiado de la SACEM francesa o de la británica PRS for Music ) y su transparencia. Por el momento, la SGAE ha interpuesto un recurso contencioso-administrativo contra la resolución del Ministerio de Cultura y Deporte que concede la licencia a la SEDA y los cruces de declaraciones en los medios son constantes.
La actual es una situación caótica que no ayuda a mejorar el prestigio de unas entidades que la mayoría de la población desprecia tanto como desconoce. Tanto la SGAE como la recién aprobada SEDA son entidades de gestión de derechos de autor, pero no son las únicas (en España existen ocho entidades más del mismo tipo). Se trata de entes privados muy peculiares (necesitan la autorización del Ministerio de Cultura y Deporte para poder funcionar) y sin ánimo de lucro que existen para gestionar los derechos de autor que resultaría inviable gestionar de forma individual (la compensación por copia privada y la comunicación pública, sobre todo), además de para otorgar licencias sobre obras que los titulares hayan cedido voluntariamente. Se encuentran reguladas en el Título IV del Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, reformado en marzo de 2019 para adaptarlo a una nueva realidad marcada por los operadores de música en línea como Youtube o Spotify. La mejor manera de comprender sus particularidades y justificaciones es acudir a una historia que, como suele suceder con la historia de la propiedad intelectual, es tan apasionante como sorprendente.
Entre la bohemia y el asociacionismo: la historia de las entidades de gestión
El tres de marzo de 1910, en el número siete de la calle del Conde Duque de Madrid, murió el último bohemio. Con Alejandro Sawa se fue lo poco que quedaba de un Madrid finisecular inseparable de su figura. Un Madrid «absurdo, brillante y hambriento» que reunía en sus tertulias literarias a escritores famosos con jóvenes de traje remendado y mirada brillante que planeaban su próxima novela desde el hueco de la escalera en el que dormían. Alejandro Sawa fue más que un representante de esa bohemia orgullosa que pronto se convertiría en arquetipo, cuando no en caricatura: fue su rey. Colaboró con las principales publicaciones de su tiempo, escribió siete novelas, vivió en el París mitológico de parnasianos y simbolistas, afirmaba haber conocido a Victor Hugo y tradujo varias obras de los hermanos Gouncurt. Ninguno de todos esos logros le libró de la miseria. Murió, en palabras de Valle-Inclán, como un rey de tragedia: «loco, ciego y furioso».
La pobreza del mundo literario era una realidad que iba más allá del tópico y que trascendía las fronteras. El protagonista de Hambre, el libro del premio nobel noruego Knut Hamsun publicado en 1890, deambula por las calles de Cristianía sin nada que llevarse a la boca mientras trata de conseguir una colaboración con algún periódico: «Me toqué las mejillas: flaco, desde luego, claro que estaba flaco; las mejillas asomaban como dos pequeños platos con el fondo hacia dentro; ¡Dios mío!». Una miseria provocada por la usura de los profesionales del sector y la falta de capacidad negociadora de los artistas que carecían de gremios o sindicatos, en parte por culpa de un romanticismo que parecía obligarles a despreciar las condiciones materiales.
En Las Ilusiones Perdidas (1837), Honoré de Balzac retrata el arduo camino que le esperaba a un joven que quisiera ganarse la vida con las letras en la burguesa Francia de Luis Felipe. La novela muestra los intentos de Lucien Rubempré, un joven poeta de provincias, de medrar en la sociedad parisina de su tiempo. Balzac, cuyos desvaríos financieros darían para otro artículo, conocía bien la falta de escrúpulos de los editores y era consciente de que los escritores y artistas debían seguir el ejemplo de Beaumarchais y unirse para luchar por sus intereses. Tan sólo tres años antes había publicado su Carta dirigida a los escritores. En ella denunciaba las duras condiciones de vida de profesionales del medio y reclamaba una protección para las creaciones intelectuales frente a los abusos y la piratería:
«Hablemos pues de capital. ¡Hablemos de dinero! Materialicemos, cuantifiquemos el pensamiento en un siglo que se enorgullece de ser el siglo de las ideas positivas. El escritor llega a algo a costa de estudios interminables que representan un capital de tiempo o de dinero; el tiempo vale dinero, lo genera. Su saber es pues una cosa antes de ser una fórmula, su drama es una experiencia costosa antes de ser una emoción pública. Sus creaciones son un tesoro, el más grande de todos; produce sin cesar, trae consigo disfrutes y pone en marcha capitales y fábricas. De esto no se sabe nada. Nuestro país, que vela con escrupulosa atención por las máquinas, por los granos, la seda, el algodón… no tiene oídos, no tiene ojos, no tiene manos, en cambio, cuando se trata de sus tesoros intelectuales. Señores, nuestra desheredación es infame».
Como dice David García Aristegui en su imprescindible ¿Por qué Marx no habló del copyright? La propiedad intelectual y sus revoluciones, la carta de Balzac supuso el primer paso para la creación, en 1838, de la Société des gens de lettres (SGDL). La SGDL fue la primera entidad de gestión de la historia y sigue existiendo en la actualidad. Integrada desde el principio por los escritores más importantes de su tiempo, nació con el objetivo declarado de «defender los derechos morales, los intereses legales y el estatus social y legal de todos los escritores. Protege, considera y propone nuevas reglas y arreglos en beneficio de la comunidad de escritores».
El mundo del teatro tardó poco en seguir el mismo camino. En 1850, el compositor francés Ernest Bourguet estaba cenando en un restaurante cuando pudo escuchar como los músicos del local interpretaban una obra suya. Terminada su cena, se levantó y se fue sin pagar. Cuando los sorprendidos encargados le preguntaron por qué pretendía cenar de gorra, respondió que por la misma razón que en ese local se interpretaba su música sin pagarle. Poco después fundó la Societé de Auteurs, Compositeurs, et Editeurs de Musique (SACEM), entidad de gestión de los autores musicales de Francia que sigue funcionando hoy en día.
En España, en cambio, fue la gente del teatro la primera en entender la necesidad de asociarse para proteger sus intereses. A partir de la mitad del siglo XIX se fundan asociaciones para defender los derechos de los autores líricos sobre sus partituras como la Sociedad Lírico-Dramática de Autores Españoles o la Sociedad de Autores, Compositores y Editores. Sin embargo, estas asociaciones no logran cumplir sus objetivos.
A finales de siglo, la situación sigue siendo dramática para los autores de obras de teatro. Lo que ganan por representación apenas les da para subsistir. Es en ese momento cuando un empresario avispado, Florencio Fiscowitz, ve su oportunidad. Ofrece a los autores ofertas superiores a las del resto de los editores a cambio de la cesión a perpetuidad de los derechos. De esa manera, en pocos años desbanca a sus rivales y consigue formar un repertorio inacabable que le proporciona una posición casi monopolística: la inmensa mayoría de las obras que se representan en los teatros de la España de los años 1890 son propiedad de Fiscowitz.
Serán los esfuerzos del escritor Sinesio Delgado y del compositor Ruperto Chapí, además de los de los hermanos Álvarez Quintero, los que pongan fin al dominio absoluto de Fiscowitz. En 1899 crean la Sociedad de Autores Españoles (SAE) y consiguen comprarle a Fiscowitz su catálogo. La entidad es el germen de lo que será la SGAE y a ella le siguen otras asociaciones de defensa del derecho de autor. Esta situación se quiebra tras la Guerra Civil, cuando el régimen franquista las disuelve y convierte a la antigua SAE en la Sociedad General de Autores (SGAE). La sociedad pasa a ser una entidad oficial, semipública y controlada por el sindicato vertical (oficialmente Organización Sindical Española) . Esta situación de monopolio durará hasta 1987, cuando la nueva Ley de Propiedad Intelectual convierte a la SGAE en un ente privado y permite la creación de otras entidades similares. Hoy en día, las principales son:
- Entidad de Gestión de Derechos de los Productores Audiovisuales (EGEDA),
- Sociedad General de Autores y Editores (SGAE)
- Sociedad Española de Derechos de Autor (SEDA)
- Asociación de Derechos de Autor de Medios Audiovisuales (DAMA)
- Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO)
- Visual, Entidad de Gestión de Artistas Plásticos (VEGAP)
- Artistas Intérpretes o Ejecutantes, Sociedad de Gestión de España (AIE)
- Artistas Intérpretes, Sociedad de Gestión (AISGE)
- Asociación de Gestión de Derechos Intelectuales (AGEDI)
Nuevos desafíos, mismas miserias
Hoy, con las ventas de discos y libros alcanzando cifras sonrojantes, las regalías derivadas de la venta de copias físicas cada vez son menos importantes para los artistas. La mayoría de los ingresos dependen de la cesión de derechos para publicidad y de la reproducción en plataformas online como Spotify. La reforma de 2019 del TRLPI trata de regular la relación entre los artistas y estas plataformas mediante la creación de unas licencias (conocidas como licencias multiterritoriales no exclusivas de derechos en línea sobre obras musicales) que se ofrecerán por parte de las entidades de gestión.
Nunca se había consumido tanta cultura, pero los creadores ven como su nivel de vida se acerca peligrosamente a esa miseria que denunciaba Balzac y que sufría Alejandro Sawa. La situación de anormalidad provocada por el coronavirus no ha hecho más que poner de manifiesto algo que muchos ya sabían: pese a las fantasías de los defensores de la cultura libre, la accesibilidad a la cultura no puede ni debe conseguirse a costa de la miseria de los creadores culturales. Y para evitarlo necesitamos a las entidades de gestión colectiva. Son más necesarias que nunca, pero para sobrevivir tienen que saber adaptarse a la nueva realidad del mundo cultural. Deben ser más transparentes y sensibles a las necesidades de los pequeños creadores.
Si no, volveremos de cabeza a ese esperpento que retrata Valle-Inclán en sus Luces de Bohemia, cuando tras la muerte miserable del poeta antaño famoso y ahora olvidado, Max Estrella (un trasunto de Alejandro Sawa, Rey de los bohemios), tras una noche deambulando por los restos de un Madrid condenado a desaparecer, el único reconocimiento que se puede llevar a la tumba son las palabras amargas de un borracho: «¡Cráneo previlegiado!»