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1845: la mediocridad hecha Constitución

La historia de España en los dos primeros tercios de su siglo XIX se caracteriza por su enérgica inestabilidad. Es una época demasiado larga de guerras civiles, invasiones extranjeras, revoluciones y contrarrevoluciones. En medio de ese marasmo surgieron personalidades dotadas de gran fuerza y carisma. Recientemente, el historiador canadiense Adrian Schubert ha publicado la biografía de uno de ellos: el general y regente Baldomero Espartero (1793-1879), héroe durante décadas del progresismo español. A su caída en 1843, sin embargo, el poder fue tomado por otro militar que ha resultado tradicionalmente menos interesante, aunque supo mantener el poder con mano de hierro durante bastante más tiempo, me refiero a Ramón María Narváez (1799-1868).

El fin de la regencia esparterista (1840-1843), supuso una renovación en lo que a políticos de primera fila se refiere. El nuevo hombre fuerte fue, como he señalado, el general Narváez. La reina gobernador María Cristina de Borbón volvía de su exilio en Francia dispuesta a seguir lucrándose en un país que ya había saqueado en los años posteriores a la muerte de su marido, Fernando VII. Además, la corona recaía definitivamente en su hija Isabel II, a quien se declaró mayor de edad a sus 13 años. Se trataba de una joven carente de formación reseñable en todas las materias y nunca verdaderamente consciente de su papel constitucional. Pero eso no importaba, sólo sería una marioneta de los nuevos generales y de su madre.

Desaparecido Espartero había muchas cosas que cambiar. Podría parecer que en los momentos inmediatos a la huida del regente que había bombardeado Barcelona, el panorama político se presentaba favorable a nuevos consensos. Al cambio de régimen siguió un gobierno apoyado por moderados y los progresistas más críticos con Espartero. De hecho, el gobierno cayó en un primer momento en un progresista, Salustiano Olózaga (1805-1873). Además, la vigente Constitución de 1837 era aceptada por los progresistas y por una parte de los moderados. Pero lo que se inició fue una época exclusiones, monopolio del poder por parte del moderantismo y una época política mediocre avalada por una monarca infantil y prisionera. La primera víctima sería la propia Constitución.

Todo comenzó con un movimiento del presidente Olózaga, quien quiso garantizarse un apoyo mayoritario en las Cortes, para lo que pidió la disolución de la Cámara a la joven reina, quien firmó lo que le presentó el presidente. Pero era el final del progresista y del progresismo. Conscientes de lo que había hecho, los moderados liderados por Narváez y el político Luis González Bravo le acusaron de haber forzado a la reina a firmar, una reina que no comprendía y que se prestó al juego. González Bravo leyó en las Cortes una nota de la reina en que ésta afirmaba haber sido violentada por el presidente para firmar la disolución de Cortes. El escándalo estaba servido, aquello era intolerable. Parecía que Olózaga había intentado un golpe de Estado cuando más bien estaba siendo víctima de uno. Su posición se hizo imposible y tuvo que huir a Francia. González Bravo, por su parte, formó un nuevo gobierno, acabó con la progresista ley de ayuntamientos y se garantizó una nueva mayoría. El nuevo presidente sería Ramón María Narváez.

Con los progresistas apartados de las instituciones, Narváez dio inicio a un nuevo período constituyente en que la nueva Carta Magna se veía libre de los rasgos más progresistas de su predecesora. La soberanía dejaba de estar en la nación para verse compartida entre la reina y las Cortes. Además, el Senado dejaba de ser una cámara electiva para estar formada por los senadores nombrados por la Corona, disponían además de carácter vitalicio (Título III). Esto ampliaba considerablemente la influencia regia en las decisiones políticas, y las decisiones de la reina eran en verdad las de su madre y las de su más importante general. Además, la nueva Constitución hacia inasequibles instituciones propias del liberalismo revolucionario, como el cuerpo de la Milicia nacional o los juicios por jurado para cuestiones de imprenta. La Constitución vertebraba un nuevo régimen político que marginaba sistemáticamente a los liberales progresistas, quienes quedaron diez años al margen de un poder que sólo podrían recuperar muy brevemente mediante la revolución.

La Constitución de 1845 sería especialmente longeva, y a pesar de los proyectos alternativos que se presentarían en los años siguientes, seguiría vigente hasta el estallido revolucionario de 1868.

Otro rasgo característico de la misma sería su artículo 8: “Si la seguridad del Estado exigiere en circunstancias extraordinarias la suspensión temporal en toda la Monarquía, o en parte de ella, de lo dispuesto en el artículo anterior, se determinará por una ley”. Es decir, la declaración de derechos reconocidos por la Constitución podía suspenderse si así lo requería la estabilidad del monocolor gobierno moderado. Su utilidad sería resumida en las Cortes por el brillante político Donoso Cortés, quien señaló que mientras la legalidad fuese suficiente, la legalidad, pero si no, la dictadura. Así, siempre que desde los márgenes el régimen estuvo en peligro, el general Narváez dispuso de plenos poderes para garantizar la supervivencia de un sistema crónicamente corrupto. La frase que se le atribuye en su lecho de muerte probablemente sea apócrifa, pero resume perfectamente el carácter escasamente integrador del régimen del cual fue hombre fuerte. No podía perdonar a sus enemigos, se supone que dijo, porque los había hecho fusilar a todos.´

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